por Eneko Andueza
Segundo festejo conmemorativo del cincuentenario del coso de Vista Alegre. Menos de media entrada. Seis toros de Garcigrande para Enrique Ponce, Juan José Padilla y Alejandro Talavante que sustituyó a El Juli.
Cayó definitivamente. Sin rubor. Sin remedio. Sin apenas resistencia. Sin lágrimas ni dolor. Cayó en manos de los taurinos, y cayó para siempre, si no cambian mucho las cosas.
Puede tolerarse que baje un punto el nivel de presentación en festejos programados fuera de las Corridas Generales. Puede tolerarse que el público festivaleros de estos festejos monte la bulla si no dan una oreja. Lo que no puede tolerarse es lo que sucedió el domingo en Bilbao.
La corrita de Garcigrande era un remiendo de corrida. Una novillada con picadores un pelín descarada. Nada más. Seis toritos de plaza de segunda seleccionados a capricho del G-10. Una borregada infumable para mayor gloria de los tres coletudos, que, sin sudar dos gotas se rieron del personal y salieron en todas las portadas como si lo que hubieran hecho no se hubiera visto jamás en Bilbao.
Por desgracia ocurrió. Y ocurrió porque la autoridad lo permitió siendo cómplice necesario de ese circo permitiendo que la impresentable novillada pasara el reconocimiento y premiando faenas que ni por contenido ni por verdad merecían semejante premio.
Entre tanta permisividad cabe destacar la plaza no llegó a registrar ni media entrada. Teniendo el cuenta el “tirón” del G-10 y la escasa diferencia con respecto de la encerrona del día anterior quizá sea el momento de cambiar el “chip” y dedicarnos a lo que siempre fue Bilbao: feudo del toro y no cortijo de las figuras.
Seis animalitos a los que se les administró doce picotacitos en forma de simulacro para que las figuritas lucieran palmito delante de aquellos moribundo pero obedientes animales, seres domesticados en cuerpos de novillo.
Enrique Ponce administró las dosis habituales de composición de figura fuera de cacho, con absoluto relajo en su segundo, al que se podía haber subido a hacer el pino puente en sus lomos sin que el torito hubiera dicho nada. Suavidad al ralentí ante aquella maquinita de obedecer al que le recetó una estocada efectiva. Matías perpetró lo demás. Dos orejas sin apenas pensárselo que ponen de manifiesto la necesidad de enderezar el rumbo en una presidencia cada vez más entregada al sistema.
Juan José Padilla, con su repertorio habitual entretuvo al público festivalero para desesperación de los aficionados. Oreja a su “entrega” ante la petición de los enfervorizados espectadores que debieron descubrir el no va más de los trallazos y la falta de verdad.
A Alejandro Talavante le birlaron una oreja. Y no lo digo en broma. Atendiendo a la benevolencia de Matías con Enrique Ponce no creo que Alejandro Talavante hiciera menos ante un toro menos obediente al que aguantó entre pitones. O todos moros, o todos cristianos, pero clasismos, los justos Matías, que estamos hablando del G-10. El caso es que el presidente del festejo perdió una gran oportunidad de tirar la casa por la ventana y terminas de ponerse al servicio del taurineo.
Indudablemente en los próximos días haremos una profunda reflexión sobre lo ocurrido este fin de semana y sobre el futuro de la fiesta en Bilbao. Negro futuro, a la vista de que la mayor resistencia a caer en este circo estaba en manos de la autoridad y, al parecer, también lo hemos perdido.